viernes, 24 de febrero de 2012

La diva de la Juco

Testimonio de Amalia Lú Posso por Julia Londoño Bozzi
El Malpensante
No. 126, diciembre, 2011


En tiempos de efervescencia estudiantil, vale la pena examinar las raíces de un movimiento que ha completado raros giros a lo largo de cuatro décadas. Ésta es una versión de los orígenes de esa historia, narrada por una de sus protagonistas.




Breve reseña del personaje

Amalia Lucía Posso Figueroa nació en Quibdó el 8 de noviembre de 1947. Es la mayor de dos hermanas. A los trece años se mudó con su familia a Bogotá. Se graduó en el Colegio Nuevo Gimnasio y estudió psicología en la Universidad Nacional, donde entró a militar en la Juventud Comunista (Juco).

Es escritora y profesora universitaria, aunque de tiempo atrás se ha dedicado a recuperar la tradición oral del Chocó a través de la literatura y el teatro. Dice que la primera mujer en usar bikini en Quibdó fue su tía. Sale con sombrero hasta en algunas fotos de documento; tiene más de 150. “Yo” es la palabra que más usa. En el año 2006 fue candidata del Polo al Senado de la República y, sin hacer campaña, sacó 1.982 votos.

Es la autora del libro Vean vé, mis nanas negras, que va por su octava edición y pronto será publicado en España y Portugal, y de un opúsculo bilingüe, en español y francés, titulado Betsabelina Ananse Docordó. Ha participado en las últimas ediciones del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, interpretando a las nanas de su libro. También ha presentado sus monólogos en varias ciudades de Colombia, Estados Unidos, Europa y Suramérica.

Como diva que se respete, niega rotundamente ser una diva.

Descripción

Negra; a pesar de sus facciones de blanca y de su piel mestiza. Flaca y alta, orgullosa de la esteatopigia propia de su raza. “Lo mejor de estar en los sesenta –dice–, “es tener todo todavía en su puesto”.

De ojos muy maquillados, plena conciencia de su cuerpo y de sus gestos. De hablar histriónico y divertido. Tiene ritmo en el caminado, ritmo en el hablar, ritmo en la mirada. Habla recitando.

Descripción de la escena y ambientación

Marilú sale de su cuarto y entra a la sala donde se lleva a cabo el monólogo. El apartamento, ubicado en la Avenida Circunvalar con calle 72 de Bogotá, es un espacio muy amplio, con ventanas enormes que dan hacia una quebrada. En la sala se acumulan objetos artísticos y muebles que ha recolectado a través de los años y en innumerables viajes. Matryoshkas rusas, cojines forrados con texturas animales, hamacas, velas, libros, cuadros de artistas colombianos y revistas de moda conviven con una estatuilla de José Gregorio Hernández, otra de Lenin y un collage enorme, hecho por su mamá, en honor a las historias de García Márquez.

Antes de entrar a la sala, Marilú, tal como lo hace para sus monólogos teatrales, se atavía en su cuarto, frente a un espejo. En su clóset, un vestier teatral a la vista de todos, abrigos de colores, plumas, sombreros, collares, bufandas y otros accesorios recuerdan la extravagante exageración de un travesti. Y dejan en claro –aunque no hace la más mínima falta– por qué algunos la conocieron como “la diva de la Juco”.

—J. L. B.

Niña chocoana, niña bogotana

En el plato servido frente a mí hay una fruta pálida sin nombre. En vez de estar colgada, sabrosa, de la rama de un árbol, está partida en pedazos. En vez de agarrarla con la mano y chupársela, las niñas, sentadas a mi lado, se la comen con cuchillo y tenedor.

¿Qué es esto? pensaba yo desconcertada, a mis trece años, tratando de entender a dónde fue que me había llevado mi mamá… Era un melón.

Viví los primeros trece años de mi vida en el Chocó. Nací en penumbra, el parto fue atendido por mi papá, porque en Quibdó se había ido la luz y los obstetras estaban celebrando el Día del Médico. Soy la hija mayor de Felicia Amalia Figueroa, “Maya”, y Augusto Posso. Soy la hermana, seis años mayor, de Mayita. Mi mamá era la enfermera jefe del único hospital de Quibdó. Mi papá, gerente general de la sede chocana del Banco de la República.

Cuando era muy pequeña mi familia dejó la casa donde nací, en la carrera tercera, y nos mudamos a la carrera primera, donde vivían todos los blancos del Chocó. Esa casa era un segundo piso que quedaba enfrente del Teatro Quibdó, el único teatro del pueblo, así que desde el balcón yo veía la película de turno, que era la misma durante seis meses porque allá no llegaban más.

Cuando mi mamá se iba a trabajar y me dejaba con las nanas negras, les decía que todo lo de la casa podía esperar, “lo más importante es que entretengan a la niña”. Entonces yo veía todo lo que hay que ver. Fue así como asistí a la representación teatral más maravillosa que he visto en la vida. Esas mujeres que me cantaban y me contaban –porque en el Chocó se canta y se cuenta– me transmitieron el ritmo piel con piel. A los siete años, pues, recién empezado el colegio, ya había llenado mi universo con todo lo que cuarenta años más tarde dejaría surgir en cuentos y monólogos.

Un día mi papá y mi mamá decidieron que las niñas teníamos que estudiar en la capital. Y así fue como pidieron traslado y nos vinimos.

Llegué a Bogotá a estudiar en el Nuevo Gimnasio, donde me educaron en glamouuuuuuuuur, para ser primera dama. Solo que mientras las demás niñas tenían vestidos made in usa yo venía con unos trajecitos de colores hechos por la mejor modista de Quibdó, con las únicas telas que había en el pueblo, compradas en el Almacén Ligia.

El cambio de clima hacía que la piel se me pelara y que el pelo se me electrizara. ¡Parecía una culebra cambiando de piel! El choque de salir de Quibdó, donde tenía a mis nanas negras, que cantaban y me transmitían su afecto a través del ritmo y del tacto, se hizo más fuerte cuando llegué a una ciudad donde nadie me hablaba. Me acuerdo perfectamente de mis compañeras con sus faldas escocesas prensadas y yo con mi faldita de tablas, con colores que no eran los escoceses, porque esas telas en Quibdó no se conseguían…

Pasé de ir todos los días a misa en Quibdó –imagínate, yo quería ser monja– a confesarme con el capellán del colegio, un tipo que contradecía en la práctica todo lo que decía en el púlpito.

Y me fui haciendo amiga de las otras niñas cuando, al final del primer año, me gané el premio al puntaje más alto del curso. Había otro premio en el colegio que le daban al bello carácter, pero ése era para las pendejas; ese sí que no me lo iba a ganar yo.

Al final fue tanta la hermandad con las amigas del Nuevo Gimnasio que, muchos años después, en la época dura de la represión política, muchas me ofrecieron el abrigo de sus casas para esconderme, porque había organizado un concurso de pintura cuyos premios eran viajes a los países socialistas, y ellas sabían que allá nadie me iba a buscar.

El año en que nos graduamos mataron a Camilo Torres. Y la primera manifestación a la que asistí en la universidad, en 1967, fue al aniversario de su muerte. Yo acababa de entrar a estudiar psicología en la Nacional y mi mamá decía: “¿Por qué a la Nacional? Eso está lleno de comunistas…”. Había conseguido el formulario a escondidas y creo que ese año solo se presentaron otras dos personas, pues todavía no me explicó cómo fue que pasé. Imagínate, yo solo sabía de inglés, historia del arte y glamouuuuuuuuur.

Entonces en la universidad nos agrupamos las niñas que veníamos de los colegios privados, las más bonitas, las que no se metían con nadie. Nos decían las cuatro vacas sagradas. Éramos María Antonieta Solórzano, Elvia Isabel Perry, Rocío Vallejo y yo. ¿A que no adivinas? A las cuatro vacas sagradas nos caen cuatro dirigentes estudiantiles de izquierda. Fue así: tra, tra, tra, tra… Armando Borrero, Gustavo Téllez, Juan Fernando Pérez y Jaime Caycedo (1), guau. Eran muy inteligentes. Yo había empezado a militar en la Juco un poco antes, gracias al padrinazgo de los filósofos Augusto Díaz y Freddy Téllez. En esos años uno entraba a la universidad y rápidamente le echaban el ojo los militantes de los partidos para engrosar sus filas. Jaime Caycedo –el líder al que yo le había caído en gracia– había estudiado en Francia, ocupaba la vicepresidencia de la Federación Universitaria Nacional, tocaba la guitarra y además era, como yo, comunista. ¿Qué más podía pedir? Nos hicimos novios de inmediato.

Actos de amor y militancia

Cómo me voy a olvidar de Moritz Akerman cantando los antivallenatos de Kemel George (2), esa noche en casa de Jaime.

Ese día cambió la historia de Moritz.

Y la mía también.

La mañana de ese día yo estaba sentada en los jardines de Freud –así le decían al prado de Humanidades de la Nacional–, pastando con las vacas sagradas, cuando llegó una amiga y pronunció las palabras que cambiarían el rumbo de este cuento: “Llegaron tres churros de la del Valle, hablan como los dioses y están en la cafetería echando discursos”.

Yo dije: “Vamos a alegrarnos, porque con esta gurramenta que hay en la Nacional...”.

Efectivamente, tres líderes estudiantiles trotskistas habían llegado buscando solidaridad ante la matanza estudiantil ocurrida en Cali en febrero de 1971 (3), pero también para socializar los seis puntos del Programa Mínimo Estudiantil (4). (¿Sabes?, los puntos que plantea el actual movimiento estudiantil que logró desmontar la reforma a la educación propuesta por Santos tienen muchísimas similitudes con ese programa desarrollado hace cuarenta años). En esa época los informes Rockefeller y Atcon estaban tratando de influir en el Plan Básico de la Educación Superior en Colombia. Los estudiantes nos opusimos y eso generó manifestaciones masivas en todo el país. Ricardo Sánchez (5), Camilo González (6) y Moritz Akerman eran los dirigentes que venían de la Universidad del Valle, el núcleo de la protesta. La gente decía que habían sido entrenados en una escuela de oratoria en Jamundí, porque de verdad que hablaban muy bien. En torno a ellos un corrillo de gente se paraba a oír, a comentar, a aplaudir.

Y además esa noche en la reunión descubrí que también cantaban divinamente las canciones del sur y las de la Guerra Civil Española:

Si Franco quiere corona
Que se la den de viruta
Que la corona de España
No es pa cualquier hijueputa.

A Moritz lo volví a ver a la mañana siguiente. Yo estaba vendiendo Voz Proletaria en Ciencias Humanas, como todos los jueves que salía el periódico. Te cuento que yo era de las mejores vendedoras; iban a buscarme hasta alumnos de Geología e Ingeniería, facultades donde no estudiaban mujeres. Tenía puesta una blusita verde, de mangas cortas, y ya casi acababa de vender mis ejemplares cuando de repente distinguí a Moritz encabezando una marcha…“Compañera, vamos a tomarnos la Rectoría”, dijo. Y yo, que apenas lo conocía de la noche anterior, me metí en la marcha.

Al llegar, con total decencia, Moritz le dijo al rector: “Venimos a tomarnos la Rectoría como acto de solidaridad con los estudiantes asesinados en Cali y como apoyo al Programa Mínimo. Por favor, salga usted; salga señorita Irma…”. Irma era la secretaria del rector de la universidad.

Sergio Pulgarín, que era líder de los Comandos Camilistas (7), dijo entonces: “Vamos a dejar a dos personas, de distintos grupos, cuidando la Rectoría y haciendo inventario para que no vayan a decir que el movimiento estudiantil se robó nada. Quédense Moritz Akerman, por los compañeros de la revolución socialista, y la compañera, por la Juco”.

Moritz comenzó a llamar a todo el mundo y a decirles que nos habíamos tomado la Rectoría. Mientras tanto, yo hacía inventario: cuántas máquinas de escribir, tantas resmas de papel. El movimiento estudiantil era una cosa muy seria y comprometida, no podíamos ser vándalos.

Moritz llamó incluso a Pekín para hablar de la matanza de los estudiantes en Cali y de la lucha por el Programa Mínimo. Estuvimos ahí desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde, cuando llegaron las brigadas que el resto de los compañeros de la toma habían armado con gente de todas las facultades.

Entonces Sergio Pulgarín dijo: “Ustedes ni siquiera han salido a almorzar. ¿Por qué no van a comer algo”.

Otros se quedaron haciendo turno mientras Moritz y yo pasábamos por el Crem Helado de la 45. Ahí fue cuando el tipo pronunció, por primera vez, las palabras mágicas:

“Compañera –dijo–, ¿qué piensa usted del movimiento estudiantil en esta etapa?”.

Y yo, una mujer que nunca había hablado, me volví loca cuando vi que al tipo le interesaba mi opinión. ¿Que qué pensaba? Debí decir Marx es rosadito y Lenin genial, porque la gente decía que yo era pura fachada. Pero él me decía: “Qué opinión tan interesante, no lo había visto desde esa óptica”. Ahí fue cuando me quedé mirando a este hombre y dije: “¡Apareció uno que cree que yo pienso!”.

Él no me dijo nada de la minifalda, la pierna, la nalga, no me echó ni un piropo. Entonces pensé: “Por éste me las juego todas”. En esa época nos tenían acostumbradas a una cosa muy distinta. “Amorcito, cállese que usted no sabe nada”, era la frase más habitual.

Esa noche comenzó el romance más loco del universo y sus alrededores, ¡pero yo estaba comprometida con Jaime Caycedo!

Se formó entonces un Comité de Solidaridad, en el cual estaban mi querido amigo Leonardo Posada, de la Juco (asesinado años más tarde); Marcelo Torres, de la Jupa (Juventud Patriótica); Sergio Pulgarín de los Comandos Camilistas, y Moritz representando al Bloque Socialista. Era tanta la fuerza del movimiento que Luis Carlos Galán, entonces ministro de Educación de Pastrana, tuvo que recibir al Comité para hablar sobre los puntos del Programa Mínimo. A esa reunión también fuimos Ana Marta de Pizarro, la actual directora del Festival Iberoamericano de Teatro, y yo, aunque no representábamos a nadie. Moritz nos había invitado para que pareciera que su romance era con Ana Marta y no conmigo.

Pasados varios días, Camilo, el “Flaco” Sánchez y Moritz terminaron de hacer su labor en las universidades de Bogotá y se devolvieron a Cali. Pero apenas llegaron los metieron presos en la Cárcel de Villanueva.

Entonces se armó otra vez un movimiento de solidaridad. En esa época prestaban buses para que los estudiantes viajaran, así que me fui con un grupo de apoyo en una caravana de veinte buses para el encuentro de solidaridad que era en Palmira. A los estudiantes presos por lo general les daban una paliza de bolillazos y culatazos y luego los soltaban. Todo el mundo estaba pendiente de ellos y aún no pasaban las cosas horribles que les comenzaron a hacer más tarde a los detenidos.

Moritz me llamó cuando salió. Me dijo: “Necesito verla”. Yo, una mujer comprometida, le contesté: “Encontrémonos en Girardot”.

Era tanta la presión que las encías me empezaron a sangrar, era lo menos glamoroso, era el horror… Yo estaba decidida a terminar mi relación con Jaime ¿pero cómo carajos le iba a decir?

Cuando regresamos de Girardot ya la cosa no tenía devolvedera. Entonces Akerman quiso hablar con Jaime. Los dos eran dirigentes estudiantiles importantes, pero antagónicos. El compañero Caycedo era vicepresidente de la Federación Universitaria Nacional y miembro de la Juventud Comunista. Akerman era trotskista y socialista. Tenaz.

Se citaron en El Cisne, un sitio bohemio, a la vuelta del Teatro Olimpia, donde se tomaba café y hacían unas pastas exquisitas. Entonces Moritz le dijo a Jaime: “Hay un problema con la compañera, está muy confundida, mírele las encías, está enferma…Vengo a proponerle que sea ella quien decida”.

Y yo decidí. Pero cuando la cosa se hizo pública fue impresionante.

En la Juco casi nadie me saludaba. Recuerdo que Leonardo Posada y Guillermo Sáenz (8) me invitaban a almorzar y me preguntaban: “¿Qué pasa, compañera? ¡Ese tipo es un enemigo!”.

Se decía que iban expulsarme de la Juventud Comunista. Entonces fui donde Gilberto Vieira, secretario general del partido, y le expliqué que yo no estaba con Akerman por política. Me dijo: “Compañera, no se preocupe, nadie la va a expulsar”. Era 1971. Y al que expulsaron después, pero de la universidad, fue a Moritz. Acababa de entrar a la Nacional a economía y entonces lo sacaron junto a Leonardo, Gilberto Álvarez y Lisandro Duque, también comunistas.

“Los expulsa el arbitrario rector de la Universidad Nacional en represalia por sus luchas”, salió en la prensa, en Voz Proletaria, el 15 de noviembre de 1972. Sin embargo, el motivo real de su expulsión fue que Hernando Correa Cubides, el ministro de Defensa, los acusó de que pensaban sabotear los Juegos Panamericanos y secuestrar a los extranjeros que vendrían a competir. ¡Imagínate! Todo era falso; ninguna de esas sindicaciones tenía fundamento.

Estaba pasando de todo en esos años. Un poco antes, en la presidencia de Carlos Lleras, los grupos estudiantiles habían logrado poner fin a sus diferencias y se habían agrupado en torno a lo que nosotros llamábamos “la política de unidad”. El resultado de esa unión fue que empezó a ejercerse mucha presión contra el gobierno. Tal vez por eso, por primera vez en la historia de la Nacional, se violó la autonomía universitaria con la entrada de tanques al campus.

Ése también fue el momento de los mítines relámpago. La gente sabía que se tenía que encontrar en un lugar; nosotros lo hacíamos al frente del edificio de El Tiempo, que quedaba en la séptima con Jiménez, y entonces, ahí, tra: una fila de gente paraba el tráfico y alguien se subía en el capó de un carro a echar el mitin, o sea a hablar tres segundos mientras todo el mundo se detenía a ver qué era lo que pasaba.

Y claro, si aparecía una mujer como la que era yo en esa época, vestida de negro y llena de collares, encima del capó de un carro, todo el mundo se paraba a ver. Porque hasta para subirme y bajarme del capó de un carro yo continuaba siendo la mujer del Nuevo Gimnasio, la que se movía con glamouuuuuuuuur.

Y eso me sirvió más adelante, cuando a veintidós dirigentes trotskistas del país, que estaban reunidos en Barranquilla, los metieron a la Cárcel Modelo de Varones. Entre ellos estaba Moritz. Me llamó por teléfono, porque en esa época los estudiantes arrestados podían hacer llamadas, les ponían chef y en el día los mandaban al casino de los oficiales para que no les fuera a pasar nada.

Como la Nacional estaba cerrada me fui para Barranquilla. Y allá, con la ayuda del verbo de los trotskistas y de ese glamour del Nuevo Gimnasio, conseguí un permiso del alcalde para ir todos los días a visitarlos a la cárcel. Por cierto, tengo una anécdota muy curiosa del viaje. Aunque Guillermo Sáenz, a quien todos le decíamos “Mindo”, se había enojado por mi romance con Moritz, también se angustiaba por mi situación personal cuando me decidí a viajar a la costa para visitar a Moritz. Estando yo allá –me quedé los tres meses que duró la condena–, me escribió dos cartas hermosas y fraternas contándome además sobre el trabajo político que seguía haciendo la Juco en Bogotá. Todavía las conservo.

En los patios de la cárcel, los socialistas armaban discusiones en las que trataban de adoctrinarme diciendo que la posición de los comunistas era muy mamerta (9). Yo me ponía bravísima, porque no iba a dejar que hablaran babosadas en contra de la Juco, así que aprendieron que delante de mí no se hablaba mal de mi corriente.

Finalmente los soltaron. Los habían cogido presos invocando unas leyes del gobierno pastranista que daban permiso para detener a la gente en prevención de lo que pudieran hacer más adelante. (Cualquier parecido con otras realidades, más actuales, es pura coincidencia.) Pero entonces el alcalde de Barranquilla, a manera de indemnización, les dio a todos los que habían estado detenidos pasajes para regresar a sus casas por las rutas que escogieran. Eso también fue gracias al verbo de los trotskos.

Moritz y yo nos devolvimos por Santa Marta y después fuimos a Cali, para que conociera a su familia. Y allá pasó esa cosa maravillosa que fue la transformación.