domingo, 29 de mayo de 2011

El buen café

Por Alfredo Molano Bravo

Dicen en Génova, Qundío, que hay un camino de a pie -que no es lo mismo que un camino real, ni que una trocha- que lleva hasta el sur del Tolima atravesando el páramo de las Hermosas para caer a Roncesvalles, metido en un bolsillo de la Cordillera Central, vertiente del Magdalena. Ha sido un camino donde confluyen y se funden rutas de colonización: la quindiana -más campesina y aventurera que la caldense-, la boyacense -que nació de un escuadrón de soldados abandonado por su general en la última guerra civil- y la tolimense, resto de otra lucha, la del indio Quintín Lame, que se mantiene viva. El camino no termina en el río Saldaña, lo atraviesa y sigue por el laberinto de filos que esconden -y defienden- los ríos Atá y Amoyá, donde fueron fundadas Santiago Pérez y Planadas. Más arriba, en un vericueto del Nevado del Huila, funcionó, durante la Hegemonía Conservadora, el penal de San José de Huertas, donde eran recluidos liberales acusados de contrabando. Como muchas otras -Acacías, Paramillo, Araracuara-, la colonia penal del Atá se volvió una punta de colonización en los años 50. O mejor, un refugio de campesinos que huían de la persecución conservadora en la zona cafetera, en el plan del Tolima, en los valles del río Cauca. Se regaron por las faldas del Nevado del Huila, tumbaron montes, abrieron tierras y sembraron café y caña. El penal se volvió un pueblo fundado por esa colonización y se llamó Gaitania, en honor a Jorge Eliécer Gaitán. Uno de esos fundadores, nacido en Génova y peleado en Roncesvalles, fue Pedro Marín, alias Manuel Marulanda, quien, amnistiado, construyó la carretera entre Planas y Gaitania. Derogada la medida, terminó refugiándose en una vereda de la región llamada Marquetalia. Atacada por el gobierno de Valencia (1962-1966) con el Batallón Colombia -el mismo que mató a los estudiantes en junio del 54- se armó el tierrero del que no hemos salido. Porque del Nevado del Huila, el problema armado y campesino se regó por la cordillera oriental y terminó en el Guaviare y el Caquetá. Desde entonces la región ha sido cercada y bombardeada por la fuerza pública y aún hoy es considerada el santo sanctórum de la guerrilla.

viernes, 27 de mayo de 2011

Diez años que desangraron a Colombia

Los campesinos, asediados por la represión, emigraron a las montañas y allí organizaron el trabajo agrícola y la autodefensa. Las llamadas «repúblicas independientes» continuaron ofreciendo refugio a los perseguidos.


Por Eduardo Galeano

Allá por los años cuarenta, el prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los departamentos productores de café: Antioquia, Caldas, Valle del Cauca, Cundinamarca.

Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El supuesto más vigoroso -decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la vida política colombiana ha sido la consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y con ella el sosiego y la mesura.»

Poco tiempo después, estalló la violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en Colombia. Esta vez, durante diez años, entre 1948 y 1957, la guerra campesina abarcó los minifundios y los latifundios, los desiertos y los sembradíos, los valles y las selvas y los páramos andinos, empujó al éxodo a comunidades enteras, generó guerrillas revolucionarias y bandas de criminales y convirtió al país entero en un cementerio: se estima que dejó un saldo de ciento ochenta mil muertos.

lunes, 23 de mayo de 2011

Lo que tú quieras oír



Sofí­a llega a casa tras un largo día de trabajo. Charla con una amiga y prepara una cena para su novio. Pero algo sucede y se ve obligada a elegir entre la realidad, la ficción o algo que está a medio camino entre ambas cosas. Lo que tú quieras oír es una historia de amor sobre la relación entre la ficción y la realidad.

sábado, 14 de mayo de 2011

La importancia de un buen tinto

Por Doña Gula

Siempre que pido el tinto en los restaurantes, después de almorzar, necesariamente transcurren para mí unos instantes de verdadero enigma.

Estoy con Julián Estrada, cuando en su libro de Mantel de cuadros, en crónica titulada “tinta sobre el tinto”, asevera que un mal tinto acaba con la satisfacción de una excelente comida o, más aún, que un mal tinto puede acabar con la imagen de una buena empresa. Es un hecho que en el país del mejor café suave del mundo, a la hora de la verdad, o sea, a la hora de hacer, servir y degustar café, las cosas no son las mejores del mundo. ¿Qué pasa? A mi modo de ver, desde hace muchos años venimos descuidando de manera contundente la manera de hacer el café, cosa sencilla, pero a la vez extremadamente rigurosa. Hasta mediados del siglo pasado (años 50) la forma artesanal y campesina de prepararlo en cualquier región cafetera de Colombia era la siguiente: se tomaba agua del chorro que a la cocina llegaba por una guadua y se calentaba —justo hasta que empezara a hervir—, luego se tomaba un perol único y exclusivo para la preparación y se alistaba un colador de trapo, lavado y escurrido, el cual se colocaba sobre la jarra de servicio, introduciendo en él un número de cucharadas soperas de café equivalentes al número de tazas a servir, luego se vertía sobre éste el agua caliente, guardando una altura casi exagerada, para que llegara en forma de chorro fino y fuerte sobre el café; finalmente, metía dentro de la cafetera una cuchara y la dejaba reposar allí uno o dos minutos… ¡vaya usted a saber!… Se trata del mejor café de mis recuerdos.

viernes, 13 de mayo de 2011

“Karen llora en un bus”, a la caza de público sensible

La ópera prima del realizador audiovisual Gabriel Rojas escudriña en los retos que vive una mujer cuando decide renovar su vida.


Por Mónica Diago

Ángela Carrizosa, la protagonista de la película, es abogada. Ejerció su carrera hasta el 2006 porque decidió darle un vuelco a su vida y prepararse para hacer lo que siempre había soñado: actuar.

Karen es un ama de casa resignada. Se pasa la vida esperando la llegada de su marido para atenderlo. Un buen día desempolva su maleta y se da la búsqueda de un lugar donde abrirse un nuevo camino. En medio de las empinadas calles de la Candelaria encuentra un espacio, sucio, diminuto y deprimente, pero es su lugar.

Ángela empezó clases de actuación en la Escuela del Canal Caracol, después hizo varios cursos en la Casa del Teatro Nacional y finalmente viajó a San Francisco (Estados Unidos) a darle un toque final a su preparación como artista. Hasta que llegó su primer papel protagónico en cine: Karen.

Su vivencia personal, su cambio y su búsqueda interior le dieron elementos vitales para la caracterización del personaje “todos los seres humanos experimentamos transiciones en la vida. Yo pasé por ahí y eso me sirvió para darle vida a Karen”.