viernes, 24 de febrero de 2012

La diva de la Juco

Testimonio de Amalia Lú Posso por Julia Londoño Bozzi
El Malpensante
No. 126, diciembre, 2011


En tiempos de efervescencia estudiantil, vale la pena examinar las raíces de un movimiento que ha completado raros giros a lo largo de cuatro décadas. Ésta es una versión de los orígenes de esa historia, narrada por una de sus protagonistas.




Breve reseña del personaje

Amalia Lucía Posso Figueroa nació en Quibdó el 8 de noviembre de 1947. Es la mayor de dos hermanas. A los trece años se mudó con su familia a Bogotá. Se graduó en el Colegio Nuevo Gimnasio y estudió psicología en la Universidad Nacional, donde entró a militar en la Juventud Comunista (Juco).

Es escritora y profesora universitaria, aunque de tiempo atrás se ha dedicado a recuperar la tradición oral del Chocó a través de la literatura y el teatro. Dice que la primera mujer en usar bikini en Quibdó fue su tía. Sale con sombrero hasta en algunas fotos de documento; tiene más de 150. “Yo” es la palabra que más usa. En el año 2006 fue candidata del Polo al Senado de la República y, sin hacer campaña, sacó 1.982 votos.

Es la autora del libro Vean vé, mis nanas negras, que va por su octava edición y pronto será publicado en España y Portugal, y de un opúsculo bilingüe, en español y francés, titulado Betsabelina Ananse Docordó. Ha participado en las últimas ediciones del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, interpretando a las nanas de su libro. También ha presentado sus monólogos en varias ciudades de Colombia, Estados Unidos, Europa y Suramérica.

Como diva que se respete, niega rotundamente ser una diva.

Descripción

Negra; a pesar de sus facciones de blanca y de su piel mestiza. Flaca y alta, orgullosa de la esteatopigia propia de su raza. “Lo mejor de estar en los sesenta –dice–, “es tener todo todavía en su puesto”.

De ojos muy maquillados, plena conciencia de su cuerpo y de sus gestos. De hablar histriónico y divertido. Tiene ritmo en el caminado, ritmo en el hablar, ritmo en la mirada. Habla recitando.

Descripción de la escena y ambientación

Marilú sale de su cuarto y entra a la sala donde se lleva a cabo el monólogo. El apartamento, ubicado en la Avenida Circunvalar con calle 72 de Bogotá, es un espacio muy amplio, con ventanas enormes que dan hacia una quebrada. En la sala se acumulan objetos artísticos y muebles que ha recolectado a través de los años y en innumerables viajes. Matryoshkas rusas, cojines forrados con texturas animales, hamacas, velas, libros, cuadros de artistas colombianos y revistas de moda conviven con una estatuilla de José Gregorio Hernández, otra de Lenin y un collage enorme, hecho por su mamá, en honor a las historias de García Márquez.

Antes de entrar a la sala, Marilú, tal como lo hace para sus monólogos teatrales, se atavía en su cuarto, frente a un espejo. En su clóset, un vestier teatral a la vista de todos, abrigos de colores, plumas, sombreros, collares, bufandas y otros accesorios recuerdan la extravagante exageración de un travesti. Y dejan en claro –aunque no hace la más mínima falta– por qué algunos la conocieron como “la diva de la Juco”.

—J. L. B.

Niña chocoana, niña bogotana

En el plato servido frente a mí hay una fruta pálida sin nombre. En vez de estar colgada, sabrosa, de la rama de un árbol, está partida en pedazos. En vez de agarrarla con la mano y chupársela, las niñas, sentadas a mi lado, se la comen con cuchillo y tenedor.

¿Qué es esto? pensaba yo desconcertada, a mis trece años, tratando de entender a dónde fue que me había llevado mi mamá… Era un melón.

Viví los primeros trece años de mi vida en el Chocó. Nací en penumbra, el parto fue atendido por mi papá, porque en Quibdó se había ido la luz y los obstetras estaban celebrando el Día del Médico. Soy la hija mayor de Felicia Amalia Figueroa, “Maya”, y Augusto Posso. Soy la hermana, seis años mayor, de Mayita. Mi mamá era la enfermera jefe del único hospital de Quibdó. Mi papá, gerente general de la sede chocana del Banco de la República.

Cuando era muy pequeña mi familia dejó la casa donde nací, en la carrera tercera, y nos mudamos a la carrera primera, donde vivían todos los blancos del Chocó. Esa casa era un segundo piso que quedaba enfrente del Teatro Quibdó, el único teatro del pueblo, así que desde el balcón yo veía la película de turno, que era la misma durante seis meses porque allá no llegaban más.

Cuando mi mamá se iba a trabajar y me dejaba con las nanas negras, les decía que todo lo de la casa podía esperar, “lo más importante es que entretengan a la niña”. Entonces yo veía todo lo que hay que ver. Fue así como asistí a la representación teatral más maravillosa que he visto en la vida. Esas mujeres que me cantaban y me contaban –porque en el Chocó se canta y se cuenta– me transmitieron el ritmo piel con piel. A los siete años, pues, recién empezado el colegio, ya había llenado mi universo con todo lo que cuarenta años más tarde dejaría surgir en cuentos y monólogos.

Un día mi papá y mi mamá decidieron que las niñas teníamos que estudiar en la capital. Y así fue como pidieron traslado y nos vinimos.

Llegué a Bogotá a estudiar en el Nuevo Gimnasio, donde me educaron en glamouuuuuuuuur, para ser primera dama. Solo que mientras las demás niñas tenían vestidos made in usa yo venía con unos trajecitos de colores hechos por la mejor modista de Quibdó, con las únicas telas que había en el pueblo, compradas en el Almacén Ligia.

El cambio de clima hacía que la piel se me pelara y que el pelo se me electrizara. ¡Parecía una culebra cambiando de piel! El choque de salir de Quibdó, donde tenía a mis nanas negras, que cantaban y me transmitían su afecto a través del ritmo y del tacto, se hizo más fuerte cuando llegué a una ciudad donde nadie me hablaba. Me acuerdo perfectamente de mis compañeras con sus faldas escocesas prensadas y yo con mi faldita de tablas, con colores que no eran los escoceses, porque esas telas en Quibdó no se conseguían…

Pasé de ir todos los días a misa en Quibdó –imagínate, yo quería ser monja– a confesarme con el capellán del colegio, un tipo que contradecía en la práctica todo lo que decía en el púlpito.

Y me fui haciendo amiga de las otras niñas cuando, al final del primer año, me gané el premio al puntaje más alto del curso. Había otro premio en el colegio que le daban al bello carácter, pero ése era para las pendejas; ese sí que no me lo iba a ganar yo.

Al final fue tanta la hermandad con las amigas del Nuevo Gimnasio que, muchos años después, en la época dura de la represión política, muchas me ofrecieron el abrigo de sus casas para esconderme, porque había organizado un concurso de pintura cuyos premios eran viajes a los países socialistas, y ellas sabían que allá nadie me iba a buscar.

El año en que nos graduamos mataron a Camilo Torres. Y la primera manifestación a la que asistí en la universidad, en 1967, fue al aniversario de su muerte. Yo acababa de entrar a estudiar psicología en la Nacional y mi mamá decía: “¿Por qué a la Nacional? Eso está lleno de comunistas…”. Había conseguido el formulario a escondidas y creo que ese año solo se presentaron otras dos personas, pues todavía no me explicó cómo fue que pasé. Imagínate, yo solo sabía de inglés, historia del arte y glamouuuuuuuuur.

Entonces en la universidad nos agrupamos las niñas que veníamos de los colegios privados, las más bonitas, las que no se metían con nadie. Nos decían las cuatro vacas sagradas. Éramos María Antonieta Solórzano, Elvia Isabel Perry, Rocío Vallejo y yo. ¿A que no adivinas? A las cuatro vacas sagradas nos caen cuatro dirigentes estudiantiles de izquierda. Fue así: tra, tra, tra, tra… Armando Borrero, Gustavo Téllez, Juan Fernando Pérez y Jaime Caycedo (1), guau. Eran muy inteligentes. Yo había empezado a militar en la Juco un poco antes, gracias al padrinazgo de los filósofos Augusto Díaz y Freddy Téllez. En esos años uno entraba a la universidad y rápidamente le echaban el ojo los militantes de los partidos para engrosar sus filas. Jaime Caycedo –el líder al que yo le había caído en gracia– había estudiado en Francia, ocupaba la vicepresidencia de la Federación Universitaria Nacional, tocaba la guitarra y además era, como yo, comunista. ¿Qué más podía pedir? Nos hicimos novios de inmediato.

Actos de amor y militancia

Cómo me voy a olvidar de Moritz Akerman cantando los antivallenatos de Kemel George (2), esa noche en casa de Jaime.

Ese día cambió la historia de Moritz.

Y la mía también.

La mañana de ese día yo estaba sentada en los jardines de Freud –así le decían al prado de Humanidades de la Nacional–, pastando con las vacas sagradas, cuando llegó una amiga y pronunció las palabras que cambiarían el rumbo de este cuento: “Llegaron tres churros de la del Valle, hablan como los dioses y están en la cafetería echando discursos”.

Yo dije: “Vamos a alegrarnos, porque con esta gurramenta que hay en la Nacional...”.

Efectivamente, tres líderes estudiantiles trotskistas habían llegado buscando solidaridad ante la matanza estudiantil ocurrida en Cali en febrero de 1971 (3), pero también para socializar los seis puntos del Programa Mínimo Estudiantil (4). (¿Sabes?, los puntos que plantea el actual movimiento estudiantil que logró desmontar la reforma a la educación propuesta por Santos tienen muchísimas similitudes con ese programa desarrollado hace cuarenta años). En esa época los informes Rockefeller y Atcon estaban tratando de influir en el Plan Básico de la Educación Superior en Colombia. Los estudiantes nos opusimos y eso generó manifestaciones masivas en todo el país. Ricardo Sánchez (5), Camilo González (6) y Moritz Akerman eran los dirigentes que venían de la Universidad del Valle, el núcleo de la protesta. La gente decía que habían sido entrenados en una escuela de oratoria en Jamundí, porque de verdad que hablaban muy bien. En torno a ellos un corrillo de gente se paraba a oír, a comentar, a aplaudir.

Y además esa noche en la reunión descubrí que también cantaban divinamente las canciones del sur y las de la Guerra Civil Española:

Si Franco quiere corona
Que se la den de viruta
Que la corona de España
No es pa cualquier hijueputa.

A Moritz lo volví a ver a la mañana siguiente. Yo estaba vendiendo Voz Proletaria en Ciencias Humanas, como todos los jueves que salía el periódico. Te cuento que yo era de las mejores vendedoras; iban a buscarme hasta alumnos de Geología e Ingeniería, facultades donde no estudiaban mujeres. Tenía puesta una blusita verde, de mangas cortas, y ya casi acababa de vender mis ejemplares cuando de repente distinguí a Moritz encabezando una marcha…“Compañera, vamos a tomarnos la Rectoría”, dijo. Y yo, que apenas lo conocía de la noche anterior, me metí en la marcha.

Al llegar, con total decencia, Moritz le dijo al rector: “Venimos a tomarnos la Rectoría como acto de solidaridad con los estudiantes asesinados en Cali y como apoyo al Programa Mínimo. Por favor, salga usted; salga señorita Irma…”. Irma era la secretaria del rector de la universidad.

Sergio Pulgarín, que era líder de los Comandos Camilistas (7), dijo entonces: “Vamos a dejar a dos personas, de distintos grupos, cuidando la Rectoría y haciendo inventario para que no vayan a decir que el movimiento estudiantil se robó nada. Quédense Moritz Akerman, por los compañeros de la revolución socialista, y la compañera, por la Juco”.

Moritz comenzó a llamar a todo el mundo y a decirles que nos habíamos tomado la Rectoría. Mientras tanto, yo hacía inventario: cuántas máquinas de escribir, tantas resmas de papel. El movimiento estudiantil era una cosa muy seria y comprometida, no podíamos ser vándalos.

Moritz llamó incluso a Pekín para hablar de la matanza de los estudiantes en Cali y de la lucha por el Programa Mínimo. Estuvimos ahí desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde, cuando llegaron las brigadas que el resto de los compañeros de la toma habían armado con gente de todas las facultades.

Entonces Sergio Pulgarín dijo: “Ustedes ni siquiera han salido a almorzar. ¿Por qué no van a comer algo”.

Otros se quedaron haciendo turno mientras Moritz y yo pasábamos por el Crem Helado de la 45. Ahí fue cuando el tipo pronunció, por primera vez, las palabras mágicas:

“Compañera –dijo–, ¿qué piensa usted del movimiento estudiantil en esta etapa?”.

Y yo, una mujer que nunca había hablado, me volví loca cuando vi que al tipo le interesaba mi opinión. ¿Que qué pensaba? Debí decir Marx es rosadito y Lenin genial, porque la gente decía que yo era pura fachada. Pero él me decía: “Qué opinión tan interesante, no lo había visto desde esa óptica”. Ahí fue cuando me quedé mirando a este hombre y dije: “¡Apareció uno que cree que yo pienso!”.

Él no me dijo nada de la minifalda, la pierna, la nalga, no me echó ni un piropo. Entonces pensé: “Por éste me las juego todas”. En esa época nos tenían acostumbradas a una cosa muy distinta. “Amorcito, cállese que usted no sabe nada”, era la frase más habitual.

Esa noche comenzó el romance más loco del universo y sus alrededores, ¡pero yo estaba comprometida con Jaime Caycedo!

Se formó entonces un Comité de Solidaridad, en el cual estaban mi querido amigo Leonardo Posada, de la Juco (asesinado años más tarde); Marcelo Torres, de la Jupa (Juventud Patriótica); Sergio Pulgarín de los Comandos Camilistas, y Moritz representando al Bloque Socialista. Era tanta la fuerza del movimiento que Luis Carlos Galán, entonces ministro de Educación de Pastrana, tuvo que recibir al Comité para hablar sobre los puntos del Programa Mínimo. A esa reunión también fuimos Ana Marta de Pizarro, la actual directora del Festival Iberoamericano de Teatro, y yo, aunque no representábamos a nadie. Moritz nos había invitado para que pareciera que su romance era con Ana Marta y no conmigo.

Pasados varios días, Camilo, el “Flaco” Sánchez y Moritz terminaron de hacer su labor en las universidades de Bogotá y se devolvieron a Cali. Pero apenas llegaron los metieron presos en la Cárcel de Villanueva.

Entonces se armó otra vez un movimiento de solidaridad. En esa época prestaban buses para que los estudiantes viajaran, así que me fui con un grupo de apoyo en una caravana de veinte buses para el encuentro de solidaridad que era en Palmira. A los estudiantes presos por lo general les daban una paliza de bolillazos y culatazos y luego los soltaban. Todo el mundo estaba pendiente de ellos y aún no pasaban las cosas horribles que les comenzaron a hacer más tarde a los detenidos.

Moritz me llamó cuando salió. Me dijo: “Necesito verla”. Yo, una mujer comprometida, le contesté: “Encontrémonos en Girardot”.

Era tanta la presión que las encías me empezaron a sangrar, era lo menos glamoroso, era el horror… Yo estaba decidida a terminar mi relación con Jaime ¿pero cómo carajos le iba a decir?

Cuando regresamos de Girardot ya la cosa no tenía devolvedera. Entonces Akerman quiso hablar con Jaime. Los dos eran dirigentes estudiantiles importantes, pero antagónicos. El compañero Caycedo era vicepresidente de la Federación Universitaria Nacional y miembro de la Juventud Comunista. Akerman era trotskista y socialista. Tenaz.

Se citaron en El Cisne, un sitio bohemio, a la vuelta del Teatro Olimpia, donde se tomaba café y hacían unas pastas exquisitas. Entonces Moritz le dijo a Jaime: “Hay un problema con la compañera, está muy confundida, mírele las encías, está enferma…Vengo a proponerle que sea ella quien decida”.

Y yo decidí. Pero cuando la cosa se hizo pública fue impresionante.

En la Juco casi nadie me saludaba. Recuerdo que Leonardo Posada y Guillermo Sáenz (8) me invitaban a almorzar y me preguntaban: “¿Qué pasa, compañera? ¡Ese tipo es un enemigo!”.

Se decía que iban expulsarme de la Juventud Comunista. Entonces fui donde Gilberto Vieira, secretario general del partido, y le expliqué que yo no estaba con Akerman por política. Me dijo: “Compañera, no se preocupe, nadie la va a expulsar”. Era 1971. Y al que expulsaron después, pero de la universidad, fue a Moritz. Acababa de entrar a la Nacional a economía y entonces lo sacaron junto a Leonardo, Gilberto Álvarez y Lisandro Duque, también comunistas.

“Los expulsa el arbitrario rector de la Universidad Nacional en represalia por sus luchas”, salió en la prensa, en Voz Proletaria, el 15 de noviembre de 1972. Sin embargo, el motivo real de su expulsión fue que Hernando Correa Cubides, el ministro de Defensa, los acusó de que pensaban sabotear los Juegos Panamericanos y secuestrar a los extranjeros que vendrían a competir. ¡Imagínate! Todo era falso; ninguna de esas sindicaciones tenía fundamento.

Estaba pasando de todo en esos años. Un poco antes, en la presidencia de Carlos Lleras, los grupos estudiantiles habían logrado poner fin a sus diferencias y se habían agrupado en torno a lo que nosotros llamábamos “la política de unidad”. El resultado de esa unión fue que empezó a ejercerse mucha presión contra el gobierno. Tal vez por eso, por primera vez en la historia de la Nacional, se violó la autonomía universitaria con la entrada de tanques al campus.

Ése también fue el momento de los mítines relámpago. La gente sabía que se tenía que encontrar en un lugar; nosotros lo hacíamos al frente del edificio de El Tiempo, que quedaba en la séptima con Jiménez, y entonces, ahí, tra: una fila de gente paraba el tráfico y alguien se subía en el capó de un carro a echar el mitin, o sea a hablar tres segundos mientras todo el mundo se detenía a ver qué era lo que pasaba.

Y claro, si aparecía una mujer como la que era yo en esa época, vestida de negro y llena de collares, encima del capó de un carro, todo el mundo se paraba a ver. Porque hasta para subirme y bajarme del capó de un carro yo continuaba siendo la mujer del Nuevo Gimnasio, la que se movía con glamouuuuuuuuur.

Y eso me sirvió más adelante, cuando a veintidós dirigentes trotskistas del país, que estaban reunidos en Barranquilla, los metieron a la Cárcel Modelo de Varones. Entre ellos estaba Moritz. Me llamó por teléfono, porque en esa época los estudiantes arrestados podían hacer llamadas, les ponían chef y en el día los mandaban al casino de los oficiales para que no les fuera a pasar nada.

Como la Nacional estaba cerrada me fui para Barranquilla. Y allá, con la ayuda del verbo de los trotskistas y de ese glamour del Nuevo Gimnasio, conseguí un permiso del alcalde para ir todos los días a visitarlos a la cárcel. Por cierto, tengo una anécdota muy curiosa del viaje. Aunque Guillermo Sáenz, a quien todos le decíamos “Mindo”, se había enojado por mi romance con Moritz, también se angustiaba por mi situación personal cuando me decidí a viajar a la costa para visitar a Moritz. Estando yo allá –me quedé los tres meses que duró la condena–, me escribió dos cartas hermosas y fraternas contándome además sobre el trabajo político que seguía haciendo la Juco en Bogotá. Todavía las conservo.

En los patios de la cárcel, los socialistas armaban discusiones en las que trataban de adoctrinarme diciendo que la posición de los comunistas era muy mamerta (9). Yo me ponía bravísima, porque no iba a dejar que hablaran babosadas en contra de la Juco, así que aprendieron que delante de mí no se hablaba mal de mi corriente.

Finalmente los soltaron. Los habían cogido presos invocando unas leyes del gobierno pastranista que daban permiso para detener a la gente en prevención de lo que pudieran hacer más adelante. (Cualquier parecido con otras realidades, más actuales, es pura coincidencia.) Pero entonces el alcalde de Barranquilla, a manera de indemnización, les dio a todos los que habían estado detenidos pasajes para regresar a sus casas por las rutas que escogieran. Eso también fue gracias al verbo de los trotskos.

Moritz y yo nos devolvimos por Santa Marta y después fuimos a Cali, para que conociera a su familia. Y allá pasó esa cosa maravillosa que fue la transformación.

jueves, 26 de enero de 2012

Policarpa Salavarrieta: Heroína por excelencia

Policarpa Salavarrieta es sin duda la heroína más conocida y popular para los colombianos. Representa la otra imagen femenina, casi opuesta a la tradicional: la mujer luchadora, activa, valiente. Es la única figura femenina que acude de inmediato a la memoria del período de la Independencia, aunque sabemos que fueron muchas las mujeres que sufrieron el mismo final, y muchas, también las que participaron activamente y de diferentes maneras en las luchas patriotas.


Por Beatriz Castro Carvajal

A pesar de su popularidad, poco sabemos de su vida. Buena parte de la información es supuesta, aunque ha sido divulgada como certera, y paradójicamente solo tenemos conocimiento bien documentado de sus últimos días, antes de su trágica muerte. La fecha y lugar de su nacimiento uno su nombre, son hasta ahora lucubraciones. La referencia más divulgada es que nació en el municipio de Guaduas, Cundinamarca, entre 1790 y 1796, y que su nombre fue Policarpa. Pero, en realidad, ningún dato ha podido ser comprobado. Rafael Pombo afirmó que había nacido en Mariquita y José Caicedo Rojas, que en Bogotá. Otros como José María Samper, Pedro María Ibáñez y estudiosos como Eduardo Posada, José María Restrepo Sáenz, Enrique Ortega Ricaurte o A. Hincapié afirman con vehemencia que fue en Guaduas donde nació Policarpa.


Su nacimiento lo podemos precisar a través de las fechas de nacimiento de sus hermanos, de los cuales curiosamente si tenemos información. Según el tomo XII del Boletín de Historia y Antigüedades, sus hermanos fueron: María Ignacia Clara, nacida en la parroquia de San Miguel de Guaduas el 12 de agosto de 1789; Eduardo, el 3 de noviembre de 1792, en la misma ciudad (ambos murieron en la infancia); Caterina, nacida en Guaduas en 1791; José María de los Angeles, bautizado en Guaduas el 12 de agosto de 1790; Manuel, el 26 de mayo de 1796 en Guaduas (ambos optaron por la carrera religiosa); Ramón, confirmado en Bogotá en 1800; Francisco Antonio, bautizado en la parroquia de Santa Bárbara, el 26 de septiembre de 1798; y Bibiano, en Bogotá, en 1801. Policarpa nació entre sus hermanos religiosos, así que sus fechas de nacimiento pueden estar entre 1791 y 1796. Pareciera que por estos años la familia de la Pola vivía en Guaduas y que posteriormente se trasladó a Bogotá, aunque no sabemos si antes habitó en alguna otra población.

Su nombre también ofrece muchas dudas. Su padre la llama Polonia al otorgar el poder de testar, y con ese mismo nombre la hace figurar el presbítero Salvador Contreras al formalizar tal testamento el 13 de diciembre de 1802. Su hermano Bibiano, el más cercano en afectos, la llamaba Policarpa, como también Andrea Ricaurte de Lozano, en cuya casa vivió y fue reducida a prisión, y Ambrosio Almeyda, quien conspiró con ella y recibió su protección. En su falso pasaporte, expedido en 1817, se la denomina Gregoria Apolinaria. Contemporáneos suyos, como Almeyda, José Caballero y José Hilario López la llamaban simplemente la Pola. Sin embargo, Policarpa fue el nombre con que se dio a conocer y es el que hoy perdura.

Policarpa nació y creció en una familia acomodada, que tenía lo suficiente para vivir y que era respetada en la villa, aunque no poseía estatus de hidalguía. A través del testamento de su padre, Joaquín Salavarrieta, se puede apreciar que es un hombre de regular fortuna, que había emprendido negocios de agricultura y comercio, y que poseía una tienda en Guaduas. En el testamento de su madre, Mariana Ríos, figuran ropas abundantes, alhajas de precio y un buen menaje doméstico. La casa de la familia Salavarrieta Ríos de Guaduas, que aún se conserva convertida en museo, no es de las más prestantes o mejor construidas del municipio, pero tampoco de las más pequeñas o miserables.

Cuando la familia Salavarrieta se trasladó a Bogotá, don Joaquín adquirió una modesta casa baja de tapia y teja en Santa Bárbara, uno de los barrios más bien pobres de la ciudad. Sin embargo, la permanencia en Santafé fue efímera, debido a la tragedia familiar sufrida por la epidemia de viruela que se propagó en la ciudad en 1802. El padre y la madre de Policarpa murieron, junto con sus hermanos Eduardo y María Ignacia. Después de esta desgracia, la familia Salavarrieta se disolvió. José María y Manuel ingresaron a la comunidad agustina, Ramón y Francisco Antonio viajaron a trabajar en una finca de Tena. La hermana mayor, Catarina, resolvió, alrededor de 1804, trasladarse de nuevo a Guaduas para vivir con su madrina Margarita Beltrán, junto con Policarpa y su hermano menor Bibiano. Allí estuvieron hasta que Catarina se casó con Domingo García, y la nueva pareja llevó a vivir consigo a los dos hermanos. De esta época transcurrida en Guaduas hay escasa información. Policarpa se desempeñó como costurera, labor que ejerció más tarde en Santafé. Algunos afirman que enseñó en la escuela pública, actividad que suponía cierta formación, no muy común para las mujeres de su condición en esa época. Parece, sí, que sabía leer y escribir. Guaduas era un lugar de tránsito obligado entre la capital y el río Magdalena. A la villa la atravesaba el camino empedrado que mantenía un constante trajín de arrieros, muías, sillas de mano, jinetes, peones y viajeros nobles: virreyes, arzobispos y oidores. Un pueblo que tenía permanente movimiento y que recibía información sobre cuanto suceso acontecía.

Durante la época de la reconquista española y del terror, la Pola, Junto con su familia, compartía el espíritu patriota. La estadía en la casa de los Beltrán, familia que había participado activamente en el movimiento de los Comuneros en 1781 en contra del régimen colonial, seguramente afianzó sus ideales de lucha y su inconformidad con el sistema establecido por los pacificadores. Su cuñado, Domingo García, murió luchando al lado de Nariño en la campaña del Sur. Su hermano Bibiano fue veterano de la misma campaña, y en 1815 regresó a Guaduas malherido, luego de una dura prisión. Sin duda su segunda estadía en Guaduas despertó y afianzó el ideal de lucha patriota. Una de las leyendas más populares relacionadas con este período de Guaduas se refiere con el vaticinio de su trágico final: cuando la virreina pasó por la población con destino al exilio, en 1810, se detuvo en casa de la familia de la Pola, le dio su imagen y le pronosticó su muerte.

Al parecer, antes de 1810 Policarpa no estuvo envuelta en actividades políticas. No obstante, en 1817, cuando se trasladó a Santafé, ya participaba en ellas. Desde Guaduas inicia sus labores patriotas. Cuando la Pola y su hermano Bibiano entraron a la capital, portaban salvo conductos falsos y llevaban una carta escrita por Ambrosio Almeyda y José Rodríguez, dos líderes de las guerrillas patriotas. Por recomendación de estos, Policarpa y su hermano se alojaron en la casa de Andrea Ricaurte y Lozano, porque ya en Guaduas eran perseguidos. En la capital, Policarpa no era conocida, lo que le permitía salir con libertad y reunirse con los patriotas. Una de sus tareas era coserle a las señoras de los realistas con el fin de escuchar noticias y averiguar el número, los movimientos, el armamento y las órdenes de las tropas enemigas, para que así los guerrilleros triunfaran en las emboscadas. Otras actividades eran recibir y mandar mensajes de la guerrilla de los Llanos, comprar material de guerra y convencer y ayudar a los jóvenes a unirse a los grupos de patriotas.

Naturalmente, ella no hizo el trabajo: sola. Siempre estuvo al lado de compatriotas que la ayudaban, como las mujeres de su época, que generalmente trabaiaban como conspiradoras al lado de sus esposos, amantes, padres o hermanos. Tal vez el más importante compañero de trabajo de la Pola, aparte de su hermano Bibiano, fue Alejo Sabaraín, de quien algunos autores, como José Manuel Restrepo, afirman que era su novio y amante. Otros, como Rafael Pombo, desmienten esa información, afirmando que Alejo era novio de María Ignacia Valencia. Cierta o no la historia de sus amores, ellos trabajaron juntos por la causa de la independencia. Sabaraín ya había luchado junto a Antonio Nariño en 1813, en la campaña de Pasto, y había sido capturado en 1816; cubierto por el indulto del año siguiente, salió libre y se dedicó al espionaje.

Quizás las actividades de la Pola no hubiesen resultado sospechosas para los realistas hasta que descubrieron la huida de los hermanos Almeyda, quienes fueron capturados con documentos que la comprometían. Ella estaba muy implicada en la conspiración de los Almeyda, había ayudado a desertar a varios miembros del batallón Numancia, había enviado armas, periódicos y recursos a los patriotas de los Llanos, y había suministrado información sobre los movimientos de las tropas españolas. Igualmente, estaba envuelta en la fuga de la cárcel de los hermanos Almeyda, en septiembre, a quienes les había encontrado refugio en casa de Gertrudis Vanegas, en Macheta.

Los Almeyda esperaban que la conexión con la Pola en Bogotá les sirviera para impulsar un levantamiento en la ciudad, cuando éste se iniciara en los Llanos.

El arresto de Alejo Sabaraín, cuando intentaba fugarse con otros compañeros al Casanare, fue el hecho que permitió la captura de la Pola, pues éste tenía una lista de nombres de realistas y de partriotas que la Pola le había entregado. Hasta ese momento, Policarpa había podido pasar desapercibida y moverse con gran libertad por la ciudad. El sargento Iglesias, principal agente español en la ciudad, fue comisionado para encontrarla y arrestarla. La Pola fue detenida con su hermano en la casa de Andrea Ricaurte y Lozano. Inmediatamente fue reducida a calabozo en el Colegio Mayor del Rosario. Un consejo de guerra la condenó a muerte el 10 de noviembre de 1817, junto con Sabaraín y otros patriotas.

El primero que registró la ejecución fue José María Caballero, quien repite las palabras de Policarpa cuando un soldado le ofreció un vaso de vino: «Pueblo de Santafé ¿cómo permites que muera una paisana vuestra e inocente? Muero por defender los derechos de mi patria. Dios Eterno, ved esta justicia». José Hilario López, quien la acompañó en su último día, resalta en sus Memorias el convencimiento de sus ideales y su coraje. La describe como una mujer valiente y entusiasta por la libertad, que se sacrificaba para adquirir con qué obsequiar a los desgraciados patriotas, y no pensaba ni hablaba de otra cosa que de venganza y restablecimiento de la patria. Igualmente relata cómo la Pola rehusó cualquier alternativa que la pudiera salvar, cuando le enviaron sacerdotes para que se confesara.

La hora fijada para el fusilamiento fue las nueve de la mañana del 14 de noviembre de 1817. La Pola marchó con dos sacerdotes a su lado y se detuvo para expresar sus pensamientos. En vez de repetir lo que decían los religiosos, no hacía sino maldecir a los españoles y encarecer su venganza. Al salir a la plaza y ver al pueblo reunido para presenciar su fusilamiento, gritó la valentía de morir por la libertad de la patria. Al subir al banquillo, se le ordenó ponerse de espaldas, porque debía morir así por traidora; Policarpa solicitó morir de rodillas, considerando que esta era una posición más digna de una mujer. Su cuerpo no fue expuesto en las calles, como el de sus compañeros también fusilados con ella, por ser cuerpo femenino. Sus hermanos sacerdotes lo reclamaron y sepultaron en la iglesia del convento de San Agustín.

La ejecución de Policarpa, mujer joven, por un crimen político, movió a la población en general y creó una mayor resistencia al régimen impuesto por Juan Sámano. Si bien muchas mujeres fueron igualmente asesinadas durante la ocupación española, el caso de la Pola cautivó la imaginación popular. Su muerte inspiró a poetas, literatos y dramaturgos para inmortalizar su final funesto. Versos y poemas circularon rápidamente después de su ejecución. Joaquín Monsalve se dio a conocer por su anagrama para Policarpa: Yace por salvar la patria. En 1819, después de la batalla de Boyacá, José Domínguez Rocha escribió una obra de teatro sobre la Pola. Su memoria no sólo se esparció por Hispanoamérica, sino que también en el viejo mundo su historia apareció publicada en Memoirs of Gregor McGregor, en Londres, 1820. En 1890 apareció en Colombia la novela Policarpa, novela historiada, de Constancio Franco. A finales del siglo XIX, para conmemorar el centenario de su nacimiento, fue inaugurado un monumento en Guaduas y, en 1910, otro en Bogotá. En 1917, para rendir un homenaje especial al centenario de los mártires, se publicaron documentos relacionados con la vida de Policarpa. En 1967, por el sesquicentenario de su martirio, el Congreso designó el 14 de noviembre como Día de la Mujer Colombiana. La casa de sus padres se convirtió en museo.

En comparación con otras mujeres cuya historia es similar -Rosa Zarate de Peña, fusilada en Tumaco; Mercedes Abrego de Reyes, decapitada en Cúcuta, ambas en 1813; la joven Carlota Armero en Mariquita en 1816 y Antonia Santos en Socorro, fusilada días antes del triunfo de Boyacá; y otras 150 mujeres, aproximadamente, perseguidas por Murillo-, la Pola es sin duda la más popular y conocida. Sin embargo, para el historiador, queda pendiente determinar por qué la imagen de Policarpa Salavarrieta ha llegado a ser la más representativa entre las las heroínas de nuestra independencia.

Tomado de http://www.banrepcultural.org